Mirábamos el cielo para buscar un E.T luminoso,
que nos regalara petardos que no quemaran el trigo.
A las tres de la mañana se apagaban las luces porque
el chancho sin cabeza no venía y ya
no era una amenaza.
Mi cama estaba vieja y crujía.
En el cuarto de al lado,
ellos no paraban de reírse.
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